El cochecito rojo

Aún me acuerdo todavía de ese cochecito rojo. Era pequeña cuando me lo dieron; no sé decir exactamente qué edad tenía pero recuerdo que las personas mayores eran, para mí, los mayores de treinta. Me gustaban las muñecas, los tazos, la plastilina, el parchís y los cuadernos de dibujo. Seguro que me gustaban muchas más cosas, pero no me gustaban los coches. Sin embargo, ese pequeñín presidió toda mi infancia una de mis baldas. 

El coche era parecido a uno de esos escarabajos que aparecían en las películas de la década de los cuarenta. Envuelto en un rojo carmín, su interior resaltaba por su oscuridad. Lo asientos, como las ruedas y el parabrisas, eran negros. Tenía varios detalles dibujados por fuera que estaban metalizados. Recuerdo, como si fuera algo insólito, que las puertas se abrían y podías meter una parte del dedo meñique en él. Lo bueno de ese coche era que, sin tú saber cómo, lo empujabas un poquito para atrás, y recorría el pasillo de tu casa al completo. Era increíble. Retrocedías unos centímetros y corría varios metros. 

Imagen de Dejan Dodic en Pixabay

Me lo regaló una señora mayor. Sé que era mayor de verdad, porque era de esas personas que pensabas que tenían más de cien años y no tenían ni un hueco sin arrugar; además, sabía que era mayor mayor porque vivía donde mi madre trabajaba, que era en una residencia. 

De vez en cuando íbamos a visitarla al trabajo y yo veía aquel lugar con cierta envidia, porque aquellos abuelos vivían en un campamento de verano permanente. Aunque me pasaban galletitas de contrabando y tenían unos gatos que se dejaban acariciar, no me gustaba pasar demasiado tiempo allí. Llegaba un punto en que sentía que mis mofletes empezaban a ceder y me cansaba de oír lo que me parecía a mi madre. 

Aún recuerdo todavía el día en que la señora me regaló el cochecito. Mi madre me dejó seguirla hasta una de las habitaciones. Estaba a punto de terminar su turno y le faltaba coger no sé qué cosa. Entramos sin llamar. La señora, que seguro que tenía más de ciento cincuenta, miraba por la ventana, aunque no sé si veía. Cuando sus ojos entraron en la habitación, me enfocaron. Yo no sabía qué significaba, pero ese brillo en los ojos siempre lo veías de pequeña en los mayores. No sabías si era porque añoraban ser niños o porque querían comerte, no sé. Saludé y mi madre me presentó. Ella debía adorar a mi madre porque no paraba de decir que la adoraba. 

Así que, supongo que por agradecimiento, se irguió un poco y abrió uno de los cajones de su mesilla. Sacó el cochecito y me dijo que lo cogiera. Como no era ningún caramelo, lo cogí y lo miré sin mucho entusiasmo. Ya he dicho que no me gustaban los coches, pero di las gracias y me lo guardé en el bolsillo con una sonrisa. Seguí mirándola fijamente, esperando que me agarrara el moflete con sus uñas largas o que me dijera lo que me parecía a mi madre. No hizo nada de eso. Como yo ya le había dado el tiempo suficiente para hacerlo y no lo había hecho, me di la vuelta para salir de allí. 

Aún recuerdo que cuando ella habló, yo tenía la mano en el bolsillo y estaba haciendo girar una de las ruedas del coche con el pulgar. “¿Qué?”, pregunté mientras mi madre me miraba con cara de pórtate bien. Recuerdo que era esa cara porque era su cara el noventa por ciento del tiempo. 

“Te digo que, en la vida, hagas como el cochecito: empieza dando un pasito para atrás”. 

Le di las gracias de nuevo por el coche, que no me gustaba, y por el consejo, que no entendía.

Ni sé cómo ni por qué, guardé el cochecito en el centro de mi balda desde ese día. 

Ahora siempre lo miro con brillo en los ojos. No es un brillo porque añore mi infancia o porque tenga hambre, sino que me brillan porque siempre hice como ese cochecito rojo de esa señora: siempre di un pasito para atrás para impulsarme mejor y recorrer más.

Comentarios

  1. Que buena es la memoria y sobre todo cuando te quedas con esas pequeñas cosas,y grandes a vez...
    Y te ayudan a crecer
    BRAVO...

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  2. Me encanta la historia del cochecito rojo. Me ha transportado a mi infancia y me ha hecho recordar bellos momentos. Muchas gracias!

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  3. Yo me he transportado 20 años.
    Fue una etapa muy bonita a la vez que dura.
    Ya que la vejez es lo que tiene, todos queremos llegar pero también nos da miedo.

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