SOSPECHAS

 

Siempre que el buen tiempo comienza a asomar por las calles de la ciudad, ellos se van al pantano. Todos juntos. Llenan el coche de cestas con comida, toallas y libros, y encajonan al perro en el hueco que queda del maletero. Él conduce y los demás se pelean por ir en el asiento delantero. Sé que no suena nada inusual, pero lo es. Es un ritual, no una salida campestre.

Ayer decidí seguirlos. Mantuve una distancia prudente. En los semáforos que nos detuvimos siempre había, al menos, dos coches entre nosotros. Es imposible que sepan lo que estoy haciendo. Además, centenares de personas realizan este mismo trayecto para ir a trabajar a la fábrica textil que se encuentra de camino. Nada puede salir mal.

Fueron quince minutos tranquilos, sin complicaciones. Pero, de repente, frenaron. En medio de la carretera, en el arcén. Él bajó del coche, puso los triángulos y encendió un cigarrillo. Yo seguí conduciendo hasta ver un cambio de sentido. Di la vuelta y retomé el camino hacia casa. Sé que sigue pareciendo una situación común, pero no lo era.

Cuando, por el carril contrario, pasé por donde habían estacionado, estaban allí todos. Había salido toda la familia del coche y se habían colocado de pie frente a él, alineados, y me señalaban con el dedo.

Llegué a casa. Me costó abrir la puerta. Me temblaban las manos. No me pueden acusar de nada. No he hecho nada malo. Me acerqué a la ventana para verles llegar. Me puse tras las cortinas para que no pudieran verme asomada. Aparcaron. Bajaron del coche. Parecían nerviosos. Él llamó a la niña. La asió fuerte del brazo y le dijo algo al oído. Ella asintió, cruzó la calle y fue hasta mi coche. Miró a su muñeca con lástima. Después, en un rápido movimiento, le arrancó la cabeza. Dejó la muñeca sobre mi parabrisas, junto a una nota que sacó del bolsillo”.

-Tienes que irte de aquí. Y rápido.